martes, 8 de enero de 2008

¿La energía solar reduce las emisiones de CO2?

El título de esta entrada sorprenderá a más de uno. ¿Por qué no iba a reducirlas? Si los paneles solares producen energía eléctrica de forma completamente limpia, con ella se evita la emisión producida por otro tipo de centrales.
Esta verdad parece tan obvia que nadie se atrevería a cuestionarla. Pero, ¿siempre es cierto lo que parece evidente?
Una de las afirmaciones completamente evidentes que ha estado en la mente de todos los seres humanos es que la Tierra es plana. Si alguien, hace mil años, hubiera afirmado que la Tierra era esférica, le habrían tomado por loco. "¿Por qué no se caen los que están boca abajo?" habrían preguntado ante semejante afirmación. Tan increíble resultaba que la Tierra fuera esférica que, a pesar de que algún griego ya había demostrado que era redonda y hasta había calculado su diámetro midiendo la sombra de un palo en dos lugares diferentes, hubo que circunnavegar el globo para que esta teoría quedara confirmada. Hoy nadie piensa que nuestro planeta sea plano, a pesar de lo evidente que parecía.
¿Qué tiene que ver eso con los paneles solares? Pues que evidencia no siempre es sinónimo de verdad.
Se dice que un panel solar no emite CO2 a la atmósfera, y eso no es verdad.
Durante la vida del panel, produce electricidad sin consumir nada que no sea energía solar. Sin embargo, los paneles solares, para poder existir, deben ser fabricados, y ese proceso de fabricación requiere de cierta energía. Es decir, la energía neta que produce el panel es igual a la que produce a lo largo de su vida útil menos la que se invierte en fabricarlo.
Repasemos su proceso de fabricación:
El elemento clave de cada panel son las células fotovoltaicas, elaboradas con silicio. Para fabricar estas células, es necesario obtener silicio puro. Su obtención requiere calentar el material a casi 1200 grados y hacerlo reaccionar químicamente con compuestos químicos. Conseguir esa temperatura consume una buena cantidad de energía, y la producción de los productos químicos también.
Cuando se tiene el silicio puro, se funde en un crisol con una pequeña proporción de boro. Fundir el silicio requiere una importante cantidad de calor, y hay que mantener su temperatura a un nivel adecuado para permitir un fraguado lento, que permita una cristalización que siga una determinada estructura.
Después hay que cortar el silicio en obleas finas, para lo que se usa una sierra que consume energía.
Cuando están cortadas, se introducen en hornos especiales, que consumen más energía, para difundir átomos de fósforo sobre una cara, que deben penetrar hasta cierta profundidad.
Por supuesto, las fábricas donde se realizan estos proceso tienen otro tipo de máquinas (carretillas elevadoras, focos de iluminación, cintas de transporte) y otro tipo de equipos que consumen energía. Muchos trabajadores van a la fábrica en coche, que emite CO2 por sus tubos de escape. Y el proceso de fabricación es lento y complicado, así que el número de horas dedicadas no es pequeño.
Después hay que montar el panel que, además de las células, lleva un material encapsulante, normalmente resina, que ha requerido también de energía en su fabricación, una cubierta exterior de vidrio templado, que también ha requerido de una cantidad de calor importante, una cubierta posterior, un marco de metal, una caja de terminales y diodos de protección. Cada una de estas partes requiere de energía para su fabricación, y el montaje del conjunto tendrá que realizarse por operarios en una fábrica, que también consumirá energía.
Después hay que trasladar los paneles hasta el lugar donde vaya a instalarse. Eso requerirá de un camión hasta el puerto, un barco hasta el país de destino, un camión hasta el almacén y otro hasta la finca donde vaya a instalarse. Todos ellos emiten CO2.
Después llega la instalación. Deberá apoyarse sobre estructuras metálicas, ya sean fijas o móviles, que también habrán requerido de cierta energía en su fabricación. Los técnicos que hagan el montaje irán hasta la finca y desplazarán sus herramientas y equipo en vehículos que emiten CO2. Habrá que hacer unas soleras de hormigón para apoyar las estructuras, lo que requerirá de energía en su fabricación y transporte hasta la huerta solar.
Una vez realizado el vallado de la finca y las correspondientes instalaciones eléctricas, hasta que todo quede conectado a la red (todo ello requiere trabajo, material, desplazamiento de personas, etc.), la instalación está terminada, y comenzará a producir energía limpia, durante unos 30 años, pero, en una cantidad tan pequeña por cada panel que, a pesar de que los paneles se alimentan con energía solar, que es gratis, una instalación de este tipo es tan costosa que cada kilovatio-hora producido cuesta cuatro veces más caro que uno producido en una central típica.
En general, casi todo lo que compramos cuesta más o menos según se haya dedicado más o menos esfuerzo a fabricarlo. Si una huerta solar fotovoltaica tuviera que vender electricidad a precio de mercado sólo se recuperaría un cuarto de lo que ha costado instalarla. Si un 25% del coste de fabricación e instalación corresponde a la energía invertida en el proceso, resultaría que el panel solar produce más emisiones de las que evita.
Resulta difícil calcular, pero, debido a su alto precio, no resultaría extraño que una instalación de paneles solares requiriera de casi tanta energía como la que va a producir en su vida útil.
Las instalaciones fotovoltaicas se realizan actualmente porque el Estado subvenciona fuertemente su creación. El dinero que paga el Estado sale del bolsillo de todos nosotros.
Así que parece que, los paneles solares, nos cuestan dinero a todos los ciudadanos y no reducen en casi nada las emisiones de CO2 a la atmósfera.
Podemos formular una nueva hipótesis:
Una instalación para producir energía que resulta poco rentable no puede ser ecológica, porque, si es poco rentable, suele ser porque se invierte más energía en fabricar y mantener la instalación de la que ésta va a producir en toda su vida útil.
Es algo evidente, pero no para los políticos que rigen nuestros destinos, y no dudan en subvencionar instalaciones de este tipo, porque, como la cantidad de megavatios subvencionada no es demasiado grande, aquellos que quieran ganar dinero gracias a esas subvenciones, deben obtener el permiso correspondiente del Ministerio de Industria. Y, como hay más solicitudes que permisos, siempre ayuda a avanzar posiciones en la lista, pasar un sobre con algunos billetes dentro al funcionario de turno, o al político que manda a ese funcionario, con lo que, sin duda, nuestra instalación será aprobada y recibiremos unas interesantes subvenciones durante muchos años, que no servirán para reducir las emisiones de CO2, pero servirán para enriquecer a alguien. Y lo más triste es que el enriquecido no será el inversor particular, que tardará un buen número de años en recuperar su inversión, sino el promotor de este tipo de instalaciones, que es el que comercializa, consigue los permisos, realiza la instalación y la vende a su dueño final por una cantidad notablemente superior a la que ha costado fabricarla.

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